Escénicas

Sobre La paz perpetua, de Juan Mayorga

Por Guillermo Heras

La obra teatral de Juan Mayorga se afianza en la actualidad como una de las escrituras escénicas más poderosas, comprometidas y analíticas de la dramaturgia europea de nuestros días. Desde finales de los años ochenta cuando conocí a Juan y empecé a interesarme profundamente por sus textos, su escritura no ha dejado de crecer en aquello que es tan importante para toda práctica artística, la continua renovación y el abordaje de temáticas y estructuras literarias diferentes en su producción.
“La paz perpetua” se estrenó en el año 2008, en el Centro Dramático Nacional, con dirección de José Luis Gómez. En ese momento la memoria del GAL, los rescoldos de ETA y sus condicionamientos a la sociedad española, se mezclaban con las primitivas actitudes del terrorismo yihaidista, aún casi un fenómeno residual en comparación con las aberraciones que han sucedido posteriormente.
Como todas las obras de Mayorga el pensamiento juega un factor esencial para convenir que ética y estética se entremezclan de una manera armoniosa y dialéctica. Su opción formal, al convertir a varios ejemplares de razas caninas en feroces buscadores de terroristas de variable condición, no es sino emplear una metáfora magistral de las diferentes formas policiales (o de los poderes fácticos) que siempre están por encima de nosotros y de cualquier legalidad.
Pero estos perros/ hombres serán capaces de desarrollar, no solo su brutalidad animal, sino también unas muy especiales técnicas de confrontación como las de cualquier ser humano ante la búsqueda de un empleo.
Y, siempre, la filosofía como referente. Kant y Pascal, pero no olvidemos al Montaigne de otra de sus obras animalescas “Copito de Nieve” o las maravillosas digresiones sociales de “La tortuga de Darwin”. Puede que en “La paz perpetua” el perro no sea el mejor amigo del hombre, sino que el hombre sea el peor enemigo de sí mismo. Ese discurso demoledor del llamado SER HUMANO, casi al final de la obra, es toda una llamada de atención a todo lo que ahora mismo nos está ocurriendo en la vieja e insolidaria Europa. Las imágenes de cualquier telediario nos deberían avergonzar tanto como la impunidad con la que gobiernos que se llaman democráticos construyen muros y colocan esas terribles cuchillas que llaman concertinas.
En varias obras de Juan, el germen o lo que podríamos volver a llamar “el huevo de la serpiente” está latente, cuando no manifiesto. Pero siempre de una manera teatral por lo que su obra se aleja radicalmente de cualquier exceso panfletario. En “La paz perpetua”, el mismo referente a la obra kantiana nos coloca ya en la necesidad de acompañar, como lectores o espectadores, su relato como auténticos cocreadores de su propuesta. Al final de la obra es difícil abstenerse o no tomar una postura, pero esta se delimitará por el límite, en que la prueba a los perros, nos haya situado como ciudadanos. ¿Es lícito cualquier sistema utilizado por el Estado para luchar contra las atrocidades de otros que quieren acabar con el Estado?
Odín, Jhon-Jhon y Emmanuel son tres opciones de enfrentarse a un mismo dilema, desde posturas que son tan humanas, que nos colocan ante la encrucijada de tener que empatizar con alguna de ellas. Esa es la habilidad del dramaturgo, la búsqueda de una anagnórisis abierta.
No importará que estos perros sean sacrificados. Habrá muchos más. Y, seguramente, en países donde ni siquiera existe una democracia formal, esos perros actuarán, guiados por sus amos, de una manera, incluso, más cruel y despiadada.
Palabras como democracia, justicia, libertad o dignidad no deberían ser solo cuestiones filosóficas para mentes privilegiadas como la de Kant. Pero parece que hoy la ceguera por parte de cierta ciudadanía opta por ponerse una venda en los ojos. Parecen ser Edipos conscientes y no querer mirar la peste que nos rodea. El teatro de Mayorga intenta confrontarnos con esas realidades. Es un teatro de preguntas más que de respuestas cerradas. De ahí su vocación cívica, sin perder un ápice de su condición artística. Un teatro necesario para guardar el pensamiento y la memoria, pero también para soñar que podríamos ser animales bondadosos y construir un mundo mejor.

 

Guillermo Heras nace en Madrid, en 1952. Se licencia en Interpretación por la Real Escuela Superior de Arte Dramático y Danza. De 1970 a 1973 desarrolla una intensa actividad «amateur» por barrios de Madrid con el grupo TCO. En 1974 participa en la fundación del Grupo Tábano cuya labor supuso  una ruptura con el teatro tradicional de aquellos años. Actúa y dirige el grupo desde 1974 hasta 1983, año en que se disuelve. En 1984 es nombrado Director del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas a cuyo frente estará hasta 1993. Asimismo, entre 1995 y 1999, ejerce de vicepresidente de la Asociación de Directores de Escena (ADE).

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