Los Quijotes de la Mancha
Por Rafael Toriz
A diferencia de lo sucedido hace diez años, cuando el mundo hispanohablante y aún el globo celebraron los 400 años de la publicación de la obra cumbre de Cervantes, el aniversario de la publicación de la segunda parte del Quijote ha pasado más bien desapercibido, salvo por la edición publicada recién por la Real Academia Española en dos tomos en una edición ecuménica al cuidado de Francisco Rico, esfuerzo que corona 21 años de trabajo y en el que, además de contar prácticamente con una enciclopedia cervantista, se anexan mapas, anotaciones, estudios y grabados.
Puestos a celebrar, acaso convenga recordar las palabras citadas por el autor al terminar al final de la primera parte: “quizá otro cantará con mejor plectro”. El verso está tomado del canto XXX del Orlando furioso de Ariosto y literalmente invita a continuar las sagas de su personaje, de ser posible, con mayor fortuna. De ahí la pertinencia y eficacia del Quijote de Avellaneda, una obra sin la cual muy probablemente Cervantes no habría realizado con tal maestría su prodigio literario.
Ramón Menéndez Pidal en su texto “Un aspecto de la elaboración del Quijote” sostiene que “Avellaneda no parece que escribió otro Quijote sino para darnos una medida palpable del valor del propio Cervantes. (…) Este mentecato, que, rebosando vanidad y fanfarronería, usurpa su ser a héroes y a reyes, nos aficiona más a la vigorosa personalidad del don Quijote cervantino”.
Alonso Fernández de Avellaneda, con su genial oportunismo, además de entrar al diálogo formulado por y desde Cervantes, funcionó como un acicate para animar al autor a terminar la obra que había empezado y navegaba ya con éxito pero más bien a la deriva (como es sabido, Avellaneda es sólo el nombre bajo el que se oculta un célebre desconocido).
Fue gracias a la aparición de esos dobles de los personajes que Cervantes tuvo la genial idea de descalificar a la ficción a través de la ficción; por ello don Quijote, que de la lectura viene, a la lectura va. Su experiencia en la posada camino a Zaragoza al escuchar a unos sujetos mentando su nombre en un cuarto contiguo, se torna fundamental pues toma conciencia de que, a la vez que vive, es un personaje leído, parte de un libro: de otra historia verdadera. La narración cervantina, con este artilugio, confirma su genialidad: se trata de literatura inter y metatextual. Sancho y don Quijote se saben personajes pero no de Avellaneda; su realidad, su vida misma, es la insuflada por Benengeli; y para darle una lección al impostor deciden partir hacia Barcelona (donde, por si fuera poco se verán impresos). La existencia del hidalgo se justifica porque es leído y consciente, y este pequeño detalle basta y sobra para colocar la segunda parte de la obra de Cervantes en el horizonte imperecedero de las obras maestras universales.
Resulta obvio que el Quijote cervantino mucho le debe a la aparición del de Avellaneda. Muchos de los juegos desplegados por Cervantes, entre ellos el magistral entramado entre literatura y realidad, hubieran sido imposibles sin la ayuda del advenedizo que, vale la pena mencionar, consigue arrancar sonoras carcajadas en sus malhadadas aventuras. De acuerdo con Menéndez Pidal, “la superioridad de la segunda parte del Quijote, para mí incuestionable, como para la mayoría, se puede achacar mucho a Avellaneda. Hay fuentes inspiradoras por repulsión, que tienen tanta importancia, o más, que las que operan por atracción”.
Por su parte, escribe Carlos Fuentes en su extraordinario ensayo Cervantes o la crítica de la lectura: “indiscutible es que Don Quijote, el hechizado, acaba por hechizar al mundo. Mientras leyó, imitó al héroe épico. Al ser leído, el mundo le imita a él. Pero el precio que debe pagar es la pérdida de su propio hechizamiento. (…) El viejo hidalgo, para siempre privado de su lectura épica del mundo, debe enfrentar su opción final: ser en la tristeza de la realidad”.
Contemplar a Alonso Quijano en un mundo estúpidamente cruel y desencantado, ver a un viejo jugando a ser un caballero que en un arranque de amor y locura decide acomodar las cosas, no puede sino ser una de las más sublimes tragicomedias jamás escrita.
El hidalgo se acaba junto con su ilusión porque su mundo de fantasía, su simulacro, deja de serlo para encarnarse como realidad. No tiene sentido desfacer entuertos en un mundo real como tampoco tiene sentido navegar si se conocen de antemano todas las ínsulas extrañas: si en lugar de gigantes lo que se enfrentará en lontananza serán molinos de viento. Don Quijote existe en la medida en que habita su ilusión: es y sólo es en cuanto sueña la realidad, por ello don Quijote supo que para cabalgar el mundo de los hombres lo primero que debía abandonar era el juicio, de otra manera sus aventuras y la realidad hubieran sido insoportables por incoherentes, por demenciales.
No concibo mejor manera de homenajear el sueño de un orate que celebrar la vitalidad de una lengua que une patrias y hasta continentes haciendo de la herencia cervantina una patria mestiza y poderosa que cabalga todavía allende todos los rumbos de la Mancha.
Rafael Toriz actualmente se desempeña como colaborador permanente en “Cultura” del semanario argentino Perfil y es conductor del programa de radio Libros que Muerden por el 1110 de AM en Buenos Aires. En 2009 fue condecorado por el gobierno de México con el Premio Nacional de la Juventud por su trayectoria artística. Es miembro fundador y practicante de la antropología tropical. Ha publicado también Metaficciones, (Universidad Nacional Autónoma de México, 2008), Del furor y el desconsuelo. Ensayos para una crítica de la cultura, (Universidad Veracruzana, 2012) Serenata, (CONACULTA-IVEC, 2013) y La ciudad alucinada, (CONACULTA-CONARTE, 2013).