Letras

La herencia de Ortega

Por Francisco José Martín*

A primeros del próximo septiembre, en la Fundación Ortega y Gasset Argentina dará inicio un congreso internacional conmemorativo del primer viaje de Ortega a Argentina. Bueno será evitar los tonos laudatorios y hagiográficos, el cierre en defensa y las lecturas sin horizontes, y también las fáciles condenas y los tópicos que, sin revisión, se arrastran desde antaño. Bueno será concentrar la atención en el estudio efectivo de su obra, pues eso es, sin que pueda ser otra cosa, lo que es ya Ortega, una obra, un corpus transformado en legado. Su figura histórica pertenece al pasado, siendo, por tanto, en la historia donde debe buscarse su eficacia; y si alguna enseñanza puede, indudablemente, sacarse de ella, nada comparable a la segura disponibilidad que ofrece su obra, abierta siempre hacia el porvenir, siendo el presente, cualquier presente, su campo de acción. Ortega se entregó en cuerpo y alma: en cuerpo textual y en alma de sentido.

Hora es de correr al reparo del largo desencuentro de Ortega con la España democrática, donde su legado intelectual ha sido reclamado y denostado, a la vez, por tirios y troyanos, que es la forma extrema de no reivindicar nada, de no recoger nada, pues en ningún caso ha habido ánimo, en efecto, para hacer de su herencia algo vivo, actual y actuante, sino sólo una confusa voluntad de apropiación con claras inclinaciones de parte. Y otro tanto cabría decir de otro desencuentro, quizá menos conocido, pues la superficie de las cosas parece decir lo contrario, pero a la postre más sutil y tan dramático como el anterior, entre Ortega y la América de lengua española.

Y hora es también de correr al reparo de otro desencuentro, acaso tan grave como los anteriores, o, si cabe, aún más, pues acaba desvelando un déficit general de la cultura hispánica, una condición de subalternidad y de dominación que nos cierra el acceso para poder contribuir eficazmente en la conformación del mundo presente. El aislamiento de Ortega en el orden cultural salido de las ruinas de la II Guerra Mundial, su frecuente olvido en los foros internacionales, la soledad en que yace su obra dentro de las grandes corrientes de la filosofía contemporánea, son índices claros de una cuenta pendiente, no de Ortega, en este caso, obviamente, sino del orteguismo y de los estudios orteguianos. Quien elevó el nivel filosófico de la cultura hispánica a la altura de los tiempos y fue capaz, con su obra, de posibilitar y de potenciar la recepción de la filosofía moderna, incluso en sus últimos desarrollos, en España y en la América de lengua española; quien fue, sin duda, uno de los primeros en diagnosticar la crisis de la modernidad y dejó, con su obra, una respuesta a la misma, clara y contundente, acaso ejemplar, una respuesta que no huía de la modernidad, sino sólo de su crisis; quien fue, en fin, protagonista, no sólo en España y en Hispanoamérica, sino también en la cultura europea de entreguerras y abogó con decisión por un espacio europeo común y también por una renovación eficiente y no banal de los lazos hispánicos, se encuentra hoy, paradójicamente, en una situación de fuera de juego. Y es un fuera de juego real, pues aunque su nombre y su obra suenen y se hable de ellos, es sólo como rumor de fondo en el fondo indistinto del espíritu de un tiempo pasado, como eco lejano de un coro en el que su voz suena, sí, pero no se oye nítida, o mejor, no somos capaces de reconocerla en la indistinción de voces que acompaña las primeras voces, esas voces que se han alzado, en nuestra reconstrucción histórica, con el protagonismo de la época.

¿Qué dejó Ortega? ¿Cuál es su legado? No se agota el problema de la herencia en la determinación de la cuantía y del valor, sino que, como medalla de dos caras que es, acaba señalando siempre hacia la dirección de los herederos. ¿Quiénes son? ¿Qué han hecho con ella? Hablamos de herencia intelectual, es obvio, pues la otra carece de interés público. Frente a ella, se puede decidir vivir de las rentas, como decía Ortega que hace el señorito satisfecho, dilapidando y malgastando el patrimonio recibido; y se puede también acoger con la responsabilidad de un destino, poniendo el propio esfuerzo a su servicio y trabajando en la dirección de su ampliación y de su potenciamiento.

Es fácil percibir en nuestra historia reciente la incomodidad que ha causado esta herencia. Ortega ha sido una figura central en la conformación de la cultura española de la Edad de Plata: sin una clara referencia a su acción pública, a su múltiple actividad (profesor, conferenciante, escritor, editor, periodista) y a su diversificada función (filósofo, intelectual, político), no se entiende bien la confluencia de modernidad y de modernización llevada a cabo en España en el primer tercio del siglo XX. Pero es esta indiscutible centralidad suya en esa época dorada de la cultura española la que ha causado, y causa, inquietud entre tirios y troyanos. Algo de ella podrá acaso imputarse a Ortega, sin duda, a su actuación en aquellos años terribles de la Guerra Civil y del primer franquismo, pero no tanto como para ocultar o disminuir las amplias responsabilidades que cunden en lo que es un indudable caso de mala conciencia.

En la España de Franco, Ortega y el orteguismo se convirtieron en el blanco principal de los ataques del nacional-catolicismo que dominaba la cultura oficial. El desmantelamiento del orteguismo fue su principal objetivo. El espíritu laico que recorría su obra representaba un peligro claro para la nueva moral, siendo, además, en el fondo, a pesar de los intentos de conciliación que intentaron llevar a cabo algunos alumnos devotos, incompatible con ella. A ninguna de aquellas críticas concede nuestra inteligencia de hoy el más mínimo valor. Son ajenas a la cultura democrática que hemos conquistado: no es la fe buen patrón para medir ninguna filosofía.

Para la cultura de oposición al régimen de Franco, en cambio, Ortega no habría sido suficientemente contundente en el rechazo de la dictadura. Su regreso del exilio fue bastante para avalar una condena sobre la persona que acababa por afectar también a la obra. A esto se añadía, como obstáculo, la reivindicación que los intelectuales falangistas habían hecho de ella. No se reparó que entre una obra y su recepción hay siempre una distancia ineliminable, y que del simple hecho de que el joven Primo de Rivera fuera un ferviente lector de Ortega no se seguía de consecuencia que éste fuera también un fascista. Pero eran tiempos duros y no permitían matices ni distingos. Otra condena que no entraba en el mérito de su pensamiento. Otra fe, aunque de distinto signo y carácter.

Aquellas condenas han seguido pesando en la España democrática, y han constituido y aun hoy acaso sigan constituyendo, en su nivel tópico y acrítico, la causa principal de esa incomodidad repetidamente manifiesta ante la herencia de Ortega. Es hora ya de desandar el camino de aquellas condenas, no tanto en lo que respecta a su vigencia efectiva, pues carecen de ella, sino en lo que atañe a la sombra que siguen proyectando.

No puede –ni debe– quedar desatendida la herencia de Ortega. Éste sería un error de muy graves consecuencias, no sólo para Ortega, sino, sobre todo, para nosotros mismos, españoles y americanos de lengua española, pues significaría renunciar a uno de los pilares más fundamentales de nuestra cultura contemporánea. Sin su obra quedamos un poco más a la intemperie de los accidentes del mundo contemporáneo. Sin ella somos aún más pobres. Su obra nos sostiene en una identidad amplia y elástica que no se afirma desde el pasado, sino desde la libre voluntad de querer dar vida a un proyecto. Ser como aventura lanzada hacia el futuro, no como determinación histórica de la tierra y de la sangre. Ser siempre dentro de algo más grande, a cuyo engrandecimiento y mejora contribuimos.

No puede ser tampoco, la herencia de Ortega, cuestión de reparto y de saqueo. No se trata de recoger lo que apetezca y pueda servir, y despreciar el resto. Una herencia es una donación de responsabilidad. No es sólo un tesoro, es también una carga y una condena. Una forma de destino. Se puede acoger o no, pues en principio a nadie obliga. Pero si se acoge, hay que aceptar su peso y llevarlo con alegría, como dicen que hacía Sísifo con su piedra. Nos corresponde si le correspondemos. Sólo así puede evitarse la condena del destino. Sólo así, desde la correspondencia y el merecimiento, se alcanza la plena libertad del destino del heredero. Y a este punto, lo que sólo cabe al buen heredero es renunciar o hacerse merecedor de la herencia. La de Ortega espera sólo quien se haga capaz de merecerla.

 

*Martín es doctor en filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en filología por la Universidad de Pisa. Ha enseñado en las Universidades de Münster y Siena, y actualmente es profesor titular de Literatura Española y de Historia del Pensamiento Hispánico en la Universidad de Turín. Es director de la Colección “Piccola Biblioteca Ispanica”, de la editorial Le Lettere de Florencia, y de la “Biblioteca del 14” y de “Pensar en Español”, de la editorial Biblioteca Nueva de Madrid. Es miembro del Comité Científico de Rivista di Studi Italiani, Res Publica. Revista de Filosofía Política, Pensares y Quehaceres. Revista de Políticas de la Filosofía, Revista de Hispanismo Filosófico, Revista de Estudios Orteguianos, Anales de Literatura Española y La Torre del Virrey. Revista de Estudios Culturales.

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