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Violencia natural: ganador de Filosofía Sub 40

Por Salvador Marinaro, ganador del concurso Filosofía Sub 40, organizado por CCEBA y Dirección General del Libro, Bibliotecas y Promoción de la Lectura GCBA

A partir del último cuarto del siglo XX, la incorporación de la naturaleza al debate político ha ido en aumento, acompañando un despliegue de catástrofes ecológicas en igual ascenso. El preservacionismo, el ecologismo jurídico e incluso las posturas más radicales como la deep ecology, poco han meditado sobre el sustento ideológico de esta incorporación: ¿de qué manera la naturaleza se construye como sujeto político?

El debate en el interior del derecho, introducido en el siglo XIX por las leyes de maltrato animal, en el mejor de los casos consideró a la naturaleza -animal en primera lugar, luego ambiental en la segunda mitad del siglo pasado- como sujeto titular de una serie de garantías. Hubieron distintas justificaciones, que escenificaban posturas a veces contrapuesta; sólo mencionaré dos corrientes que son ilustrativas: por un lado, una serie de juristas sustentaron los derechos ambientales en base al derecho de una vida digna de las generaciones futuras –argumento que conlleva el siguiente problema: ¿Quiénes son esas generaciones futuras? ¿Y por qué tienen garantías sin existir?-. De allí que se los incorpore comúnmente a los llamados derechos de tercera generación o derechos de los pueblos. Por el otro lado, una segunda corriente más cercana a la deep ecology, afirmó que la naturaleza debe ser pensada como sujeto titular de los derechos, no por la vía humana sino en su mera existencia -en la Argentina son importantes las meditaciones de Eugenio Zaffaroni cercanas a esta tendencia-. A nivel internacional, algunas voces clamaron que esta última postura expande la noción de sujeto de derecho hasta el absurdo. Si bien esta postura no ha prosperado, manifiesta hasta qué punto Occidente no ve con buenos ojos la propagación de las prerrogativas del hombre a sujetos no-humanos. Dejando de lado estas cuestiones, en las justificaciones de los derechos naturales no hay una clara identificación de quién y por qué solicita esos derechos. ¿En qué punto la naturaleza se puede incorporar a la comunidad política? ¿Y en qué sentido es posible escucharla?

Inevitablemente, la urgencia con la cual los actores sociales solicitan los derechos de la naturaleza implica una posición en el universo político que hasta hace menos de un siglo no sería concebible. Esta urgencia se presenta gracias a un desenvolvimiento de catástrofes ambientales que afirma con pie de plomo la necesidad de “escuchar a la naturaleza”: el Tsunami que afectó, mayormente, a Japón en el 2010 con el consecuente derrame radioactivo, el terremoto de Haití y las más recientes inundaciones fueron comprendidas por los medios y por las voces públicos como crisis ecológicas, que argumentaban a favor de una “toma de conciencia” sobre la ecología a nivel mundial. Paralelamente al despliegue de esta violencia natural, Estados Unidos (mayor contaminante directo del planeta; cuya contaminación indirecta, es virtualmente imposible de cuantificar) se ausentó de la conferencia de Río + 20, que no llegó a un acuerdo convincente sobre las pautas a seguir a nivel internacional para la protección ambiental. Las trabas de la potencia norteamericana no son una sorpresa y continúan una larga tradición del desinterés hacia los derechos naturales (como la negativa al Tratado de Kyoto en 1997). En este punto se observa uno de los enormes problemas del establecimiento de los derechos naturales: ¿Qué policía vigilaría los crímenes ecológicos? ¿Qué panóptico se puede crear a lo largo y a lo ancho del planeta para defenderlo? ¿Y si este panóptico no establecería el triunfo del poder humano frente a la naturaleza en su totalidad?

Estas problemáticas son complejas en relación a las perspectivas que, frecuentemente, la han tenido en cuenta. Salvo excepciones profundas menos difundidas, el ecologismo se ha centrado en una forma muy liviana de la toma de conciencia, que no es otra cosa, que la asimilación de la amenaza. Debemos pensar que toda nueva asignación de derechos es el corolario de la incorporación de un nuevo sujeto político, que en este caso tiene la particularidad de no poder hablar por sí mismo.

La aparición de la naturaleza como ente político lleva una contradicción con el paradigma occidental, sobre lo que consideramos habitualmente político. La misma palabra “política” está impregnada de un anti-naturalismo innegable: al fin y al cabo la Ciudad -la polis- no es nada más ni nada menos que la creación humana de un medio ambiente que se opone al Campo, segunda espacialidad del universo humanizado, como la naturaleza transformada en una unidad servicial de la Ciudad. La creación de moradas, calles, lugares de provisión, transporte, conlleva la visión de un afuera hostil. Los elementos de consumo primarios de la Ciudad provienen de ese lugar que se separa conceptualmente. La naturaleza existe en cuanto Campo de la Ciudad y, por ende, difícilmente entraría en las decisiones políticas más allá de las perspectivas de su dominación. El confort es quizás uno de los ejes primordiales de esta trama, porque no sólo significa cubrir las necesidades del hombre para su auto-conservación, sino también el mantenimiento de una vía de satisfacción de los deseos. Deseos, que como mitifica la economía clásica y refuerza la publicidad contemporánea, son vistos como inabarcables e insondables (quizás, se trata del mito constitutivo de la sociedad de consumo). Esto implica la incorporación del hombre en la centralidad de la vida: la modificación de las cadenas de causalidad complejas, que mantiene toda biosfera, para colocar al confort en el centro de existencia planetaria.

La modificación de la naturaleza hacia el antropocentrismo es, nada más y nada menos, que el ejercicio primordial de dominación. La dominación hacia otros hombres – aquí, conceptualmente, se extrae al ser-que-habla de la cadena viviente de la naturaleza por la constitución de una linealidad de satisfacción paralela que auto-erige sobre sí mismo- se establece en el vínculo del trabajo de extracción como primer paso productivo. La expropiación de la plusvalía se desarrolla en un entorno de forzamiento que incorpora al confort en la lógica global de la biósfera. Como pensaba George Steiner, infinitas generaciones creando herramientas triunfantes frente a otras especies, de animales y de seres vivientes, generaron la conciencia de que todo era posible para el ser humano y nada le estaba negado. Es decir, su poder sobre todo lo que vive.

Los milenios de luchar por la supervivencia crearon el paradigma extractivo, que continúa, pese a las enormes advertencias provenientes del interior de ese mismo paradigma. Lo que es peor, la extracción es la facultad que representa el trabajo efectivo del propio hombre. El ejemplo más notorio está en Karl Marx que pensaba que la relación principal del ser humano era el vínculo laborativo con la naturaleza. Gracias a él se buscaba transformar, volver humano, al medio ambiente. Pero en este punto, se observa el problema de la política actual, que involucra incluso la supervivencia del hombre. Está relación, concebida como fundante, no es más que la humanización de todo el entorno, una forma de presentar la extracción y reformulación de las cadenas de circulación de la vida, sin un ejercicio que implique una devolución consciente en ninguna de sus pasos, sino como deshechos.

Cuando Hannah Arendt argumentaba que la política no surge de una constitución sustantiva del ser humano -en ese sentido para ella no existe el animal político– sino de los seres humanos en plural, porque el espacio de la política era la relación entre los diversos, se olvidaba que esa unión era producto de un afuera que el ser humano concebía como hostil y ante el cual oponía la unión. El que vive fuera de la ciudad es un dios o un salvaje decía Aristóteles, expresión que manifestaba las representaciones del entorno en el mundo griego. El hombre sólo puede vivir en comunidad porque de esta manera domina a la naturaleza y domina a los otros. En la unidad sucumbe: no tiene garras, ni dientes afilados, ni olfato para detectar alimento a la distancia y sus crías nacen completamente desprotegidas.

Requirió doblegar la naturaleza, desarmarla y reconvertirla a la medida, porque su centralidad es distinta a la del hombre. Sólo hace falta salir de la Ciudad, reconocer la posibilidad de un agresor, tanto virus, microbiano, como animales con la suficiente capacidad para devorarnos. La percepción de la hostilidad es a la vez desmesurada y pobre: por un lado, es la piedra angular de un especismo desmedido (comprendido como el racismo a las especies no-humanas) que coloca a un hombre hipotético y descontextualizado (no todo humano es potencial beneficiario del paradigma extractivo) en el centro del planeta. Al mismo tiempo, esta percepción de la hostilidad es incapaz de asimilar una respuesta frente a la peligrosidad real del colapso ecológico. Quizás cabría preguntarse si una postura similar al marxismo clásica no cabría en estas circunstancias: primero, el cambio productivo y a raíz de este, el cambio en el aparato jurídico, estatal e ideológico.

Recientemente en una conversación con el psiquiatra H.C. me comentó que es posible pensar el paradigma extractivo como una relación de Edipo sin padre, en el cual el ser humano dispondría de la satisfacción plena de sus deseos sin ninguna oposición hasta el asesinato de la teta sagrada por agotamiento: lactancia acompañada por la defecación como única entrega. Una metáfora que parece contundente, pero sin embargo, no es del todo acertada. La naturaleza sí opone resistencia, más aún, es necesario reconocer su poder para pensar un ecologismo crítico. La naturaleza es autora de cuestionamiento y poder contra la Ciudad humana y de allí, su aparición en el escenario político. Es necesario insistir en esta idea, el debate sobre los derechos de la naturaleza, o su preservación, surgen en un momento de despliegue de una fuerza natural contra el ser humano nunca antes vista en la modernidad.

Incluso frente a las inundaciones, tornados, cambios en el curso de los ríos y una serie de catástrofes, la mirada habitual del ecologismo suele construir una naturaleza sin violencia: la forma canónica de la madre que todo lo da y no hiere –mirada que contribuye a reforzar la metáfora de H.C.

Las publicidades de las asociaciones a favor del medio ambiente construyen una idea del entorno como un paraíso perdido, o del animal como la variación del “buen salvaje”, que en última instancia desarticula el atributo que impulsa a la naturaleza a constituirse como sujeto en la comunidad político frente a los hablantes, y no únicamente como sujeto de la política. Fotografías de cachorros de tigre con ojos grandes, animales majestuosos con la mirada perdida en el horizonte: el problema de la fotogénesis es que en ella reside el atributo latente de la justificación del preservacionismo. Es decir, la afirmación de que las generaciones futuras merecerían verlos en su total esplendor. Esta idea rebaja a la naturaleza a una forma de la mascota: busca humanizar sus prácticas, ritos y atributos, y sobre todo, cortarles las uñas, limarle los dientes y definitiva mostrar que no tiene poder. La constitución de un nuevo paradigma no puede surgir con la continuidad del ser humano en la centralidad del escenario frente a la pequeñez de la naturaleza. Incluso en el último libro de Eugenio Zaffaroni -el cual tiene un hallazgo fundamental: coloca en la misma lógica las nociones contemporáneas de medio ambiente como sujeto de derecho, con la asignación de garantías a las comunidades minorizadas, que no se reconocen como occidentales- da menor importancia a la violencia natural frente a la colaboración posible entre el ser humano y el resto de los vivientes, es decir una simbiosis. De esta manera, minoriza la fuerza de la naturaleza frente el hombre.

Esta perspectiva es deudora de la hipótesis Gaia de James Lovelock que observa que en la naturaleza, no sólo hay competencia, sino también mutua comprensión y contribución; una búsqueda denodada por extraer a Charles Darwin de las garras de Herbert Spencer. Sin duda, ante el posible colapso no sólo hay que pensar en detener la extracción sino también en una forma de reparación que asegure el futuro de la vida en el planeta y allí mismo cobra importancia la posibilidad creativa del intelecto humano. Sin embargo, esta perspectiva no puede olvidar uno de los elementos fundamentales de la naturaleza como sistema: la capacidad de la naturaleza, su poder y en última instancia la posibilidad de auto-regulación. Los ecosistemas más equilibrados, como las selvas tropicales, no sólo tienen una proporción enorme de colaboración, algas que necesitan hongos, hongos que necesitan insectos, insectos que necesitan determinadas plantas, sino también cuando una especie tiene mayor éxito reproductivo que otra aparece un depredador especializado.    La negativa de esta facultad está en el origen del paradigma extractivo y en última instancia justifica el abordaje constante sin esperar ninguna respuesta. Lo más curioso es que esta tendencia a neutralizar las fuerzas naturales es una constante en una proporción alta del pensamiento ecológico. Ningún preservacionista considera necesario preservar la viruela, aunque es un material biológico prácticamente desaparecido, ni sería posible hacer campaña a favor de un animal que se alimentara exclusivamente con carne humana. Este es uno de las encrucijadas más grandes de  la ecología: el reconocimiento del poder de la naturaleza es la base para la comprensión de un ser humano restringido frente a la posibilidad del colapso ecológico. Esta restricción significa, a su vez, el reconocimiento de un poder que no proviene del hombre.

En efecto, el avance de las tecnologías médicas nos colocó por primera vez frente a la posibilidad de reconfigurar nuestro código genético y sacarnos a nosotros mismos del tejido intrincado de la vida en el planeta. Una posibilidad que recrudece aún más el paradigma extractivo: refuerza la idea de extraer el valor y eliminar lo humanamente inutilizable. Si es posible la construcción de un nuevo ser humano de un modo artificial: ¿Cuál será la relación que tenga con la naturaleza? ¿Este nuevo ser seguirá necesitando agua, comida biológica, energía proveniente del entorno?

Tanto para la cibernética como para las ingenierías de los genes sería virtualmente imposible la construcción de una entidad auto-sustentable, que no necesitara en ningún aspecto del entorno para su fabricación, diseño o sustento.

A principios del 2012, Matthew Liao, Anders Sandberg y Rebecca Roache, profesores de bioética y ciencias de la Universidad de Oxford, de Londres y de Nueva York, publicaron un artículo donde proponían el rediseño del cuerpo humano para la lucha contra el recalentamiento global, es decir producir un cuerpo menos contaminante. Afirmaban cuatro modificaciones principales: la primera de ellas era volver al ser humano intolerante a la carne, para reducir la emisión de gases al medio ambiente generadas por el ganado, evitar el sufrimiento animal e impulsar la producción de proteínas vegetales diez veces más baratas. La segunda propuesta era convertir a los hombres en liliputienses. Para estos autores el enanismo conllevaría una disminución en las tasas de consumo, como si esta dependiera directamente del tamaño de su estómago y su estatura. La increíble genetización de los estándares occidentales de consumo lleva a estos autores a la necesidad de modificar directamente el cuerpo para cuestionar el actual sistema de producción. En última instancia, este punto muestra una justificación del sistema capitalista y el paradigma extractivo como si “estuviera escrito en el ADN”.

El tercer eje bordea y cae de lleno en el nazismo, afirma que es necesario disminuir las índices de natalidad a través del reforzamiento de los niveles cognitivos. Necesito citarlo: “De hecho, parece haber un vínculo entre [el nivel] de cognición y bajas tasas de natalidad. Al menos en los Estados Unidos, las mujeres con menor educación (cognitive ability) son las que, a menudo, tienen hijos antes de los 18 años. Es decir, que otra posible solución a la ingeniería humana es la utilización de un refuerzo cognitivo para descender las tasas de natalidad”. La relación causal entre nivel cognitivo -en todo el artículo hay una falsa homologación entre cognición y educación- y tasas de natalidad es desmedida y hasta sospechosa. Si bien, el aumento de la natalidad es una de las preocupaciones continuas de la ecología, es necesario poner la lupa en este aspecto. Algunas propuestas van desde una planificación general de la natalidad, por vía de un determinismo político, hasta nociones apocalípticas que proclaman la eliminación de poblaciones enteras. En todo el planteo de la  disminución de la natalidad hay un modelo hegemónico de reproducción familiar occidental: ¿por qué no incentivar la homosexualidad para la disminución de los nacimientos? Desideologizar el problema genético y ecológico conduce a nuevas formas de colonialismo, donde fácilmente se podrá advertir quiénes tendrán el derecho a tener hijos y qué países, comunidades o sujetos no. De igual manera, una ecología que no reconozca el poder de la naturaleza está condenado al fracaso.

Por último, la cuarta afirmación plantea incentivar farmacológicamente el altruismo y la empatía -Una pregunta, señores profesores de la Universidad de Londres, New York y de Oxford, ¿la bio-ingeniería puede hacer eso?- Este punto es absolutamente similar a todos los planteos utópicos que se vienen planteando desde la existencia de las comunidades humanas, sólo que esta vez es incentivado desde la genética y los implantes bioquímicos. Reformulando un conocido título de Armand Mattelart, podríamos afirmar lo siguiente: los fármacos buscan reemplazar a las viejas utopías.

A nivel ecológico, este planteo contribuye a revalorizar al ser humano como fuerza modeladora de la naturaleza y poseedor exclusivo del poder. Unos meses después de la publicación en una revista científica del artículo de Liao, Sandberg y Roache, un comentarista del diario francés Le Figaró publicó una columna donde afirmaba que no sólo sería posible adaptar genéticamente al ser humano para combatir al calentamiento global, sino también para vivir en él. Esta segunda propuesta muestra hasta qué punto, la incorporación de las herramientas genéticas, contribuyen a la apoteosis del paradigma extractivo. Al fin y al cabo, la explotación farmacológica del cuerpo (principalmente, para “extraer” placer) no es una novedad del actual sistema y según algunos autores, constituye una de las principales vías de su legitimación. No veo por qué no sería, a su vez, la principal herramienta del siglo XXI para la dominación completa de la naturaleza.

Sin embargo, la aparición de nuevas posturas, posibles adaptaciones y nuevos derechos esconde lo que salta a los ojos: la violencia natural contra el hombre. Esta violencia no es un elemento nuevo, cualquier habitante del campo sabe reconocer los signos de una inundación y prepararse ante un tornado. Quizás por su cercanía y atención a sus signos. La novedad, en este punto, es el ímpetu colosal de las catástrofes y en segundo lugar, su irrupción en la Ciudad, que hace colapsar las vías de canalización de las fuerzas naturales que la caracterizan.

Me detengo en este punto porque no deseo que mi propuesta de reconocer a la violencia de la naturaleza como una variable política se confunda con un neo-malthuseanismo, que imponga una distribución de bienes escasos a través del exterminio. Reconocer la violencia como parte constitutiva de la política no significa ni el asesinato a medida del racismo, ni la tortura como forma de concientización, sino la existencia de una vía de cuestionamiento del hombre en el centro de las cadenas vivientes a nivel planetario. Más aún, es necesario observar que la naturaleza no es sólo la eterna madre del ser humano, sino también una entidad poderosa que merece nuestro respeto y cuestiona nuestra capacidad para dominarla.

He aquí, un punto evidente: la naturaleza no puede hablar, su separación con el ser humano surge principalmente por el lenguaje; pero, eso es lo que nos muestra el actual desarrollo catastrófico, la naturaleza debe ser escuchada por el peligro que significa y los límites que le impone al ser humano. El ecologismo que reconoce a la naturaleza como un jardín edénico se olvida del miedo y la sensación de acechanza que puede sentir el hombre en los entornos naturales, es necesario pensar la colaboración con la naturaleza, pero también su capacidad de auto-regulación sin el hombre. Es decir, debemos ser capaces de reconocer no sólo el aspecto positivo para el ser humano, sino también aquello que no nos agrada. La violencia, como amenaza o efectiva, que se ejerce sobre la Ciudad es una forma constituyente de un nuevo derecho que busca reconocerla como tal. Por eso, es que a lo largo de este ensayo es necesario pensar el origen de una cuestión política entorno a los límites de la fuerza natural.

Los primeros pactos internacionales y encuentros entre mandatarios que tuvieron como eje el problema del medio ambiente sucedieron luego de la afirmación real y contundente del cambio climático y sus efectos a nivel social. La irrupción de la realidad en el entorno humanizado, de aquello que no era esperable en la Historia, caracteriza a la política del siglo XX para Alain Badiou. Es lo que sucede con la aparición de la violencia natural ante la Ciudad. No era esperable y por ese se constituye como una cuestión política urgente, que cuestiona a la organización actual de la comunidad humana y el poder constituido entorno a ella.

La naturaleza es una pieza de las decisiones políticas desde el surgimiento del paradigma extractivo. Históricamente siempre formó parte de las búsquedas de producción, dominio y explotación. Sin embargo, a lo largo de la modernidad la relación entre el ser biológico y el ordenamiento humano fundó un poder distinto, un poder hacia la vida como afirma Michel Foucault. Este poder tuvo un despliegue espectacular a mediados de la centuria pasada, con administración de placeres, dolores físicos, fármacos, prótesis y un abanico enorme de objetos de consumo, cuyo objetivo principal era la fabricación del placer. Cobró su forma completa con la extensión a fines del siglo XX y los nuevos descubrimientos científicos, principalmente biológicos e informáticos.

Sin embargo, allí aparece la contingencia histórica. La masa biológica del planeta irrumpió en la historia con un despliegue enorme que puso en jaque dicho poder hacia lo viviente. Lo que se le escapó al poder era, nada menos que el ser biológico en cuanto tal, con su relación a otras biologías y fuerzas físicas que nunca dejaron de pertenecer al entramado en el que habita. Este poder encuentra un enorme cuestionamiento por parte de la biósfera. Por eso, la violencia natural es fundamental para la experiencia política del nuevo milenio, porque tiene la capacidad de cuestionar la centralidad humana.

La aparición de la naturaleza en la decisión política, a mi entender, deja abierta dos posibilidades.

La primera, un recrudecimiento biopolítico, que capte la totalidad de las variables de lo viviente y, por ende, implique una extrema humanización de todo el planeta. Allí jugarán su juego las tecnologías genéticas e informáticas, las adaptaciones físicas del nuevo ser humano, y, en general, el utopismo tecnocrático, con la total reconversión de las cadenas vivientes de la naturaleza hacia el hombre como centro. Animales y plantas genéticamente preparados para ser un alimento más barato y de producción acelerada, microbios que coman nuestros desechos, virus que curen nuestros “errores” biológicos y contribuyan al mantenimiento del status quo en una extensión planetaria. Todo acompañado por una vigilancia total del entorno para optimizar el confort y la vida humana: erradicar, definitivamente, la violencia y poder de la naturaleza en la trama política y la posibilidad de la contingencia.

En esta alternativa, el preservacionismo podrá tener su lugar, a través del establecimiento de espacios de excepción en los cuales el desarrollo de la vida natural seguirá un curso delimitado por las prácticas humanas, cumpliendo un objetivo dentro de esta trama -investigación, recreación, en definitiva, “limpiar la conciencia”- sin cuestionar el dominio global.

Por otro lado, la alternativa surge por la asignación de derechos, la búsqueda de un pensamiento centrado en la naturaleza y no en el hombre y un respeto generalizado, tanto a las prácticas colaborativas como también a la capacidad de auto-regulación de la naturaleza sin intervención humana. Esto puede significar un establecimiento no sólo de un lugar viable para la vida humana y no humana, sino también un poder distinto que no se legitime con la extracción y el deshecho. Para ello, es necesario el reconocimiento de la extrema Otredad de la naturaleza en la comunidad política y saber escucharla no sólo, a través, de las especulaciones científicas (surgidas en la construcción del paradigma dominante) sino a través de sus manifestaciones totales y en las mismas marcas de nuestra corporalidad.

He utilizado a lo largo de este ensayo una categoría de naturaleza sin muchos miramientos y casi bajo un pretendido sentido común, que siempre tiene algo de peligroso. Con ello buscaba mostrar la particular oposición que se había gestado en torno a lo humano y lo no humano, como un ejercicio que daba razones al dominio. El ser humano se auto-proclamó con una serie de particularidades que lo diferenciaban del resto de los existentes: razón, habla, auto-conocimiento y un largo etcétera, del cual depende el pensamiento occidental. Sin embargo, a lo largo de la historia estas categorías fueron cuestionadas y pese a las reformulaciones, parches conceptuales y negaciones, el ser humano no buscó identificarse como parte de una entidad común a todos los vivientes. Quizás, lo único que lo caracteriza es la posibilidad de cuestionar la totalidad de la vida en el planeta.

Es bien sabido que los conceptos de separación, que incorporan variables distintas, a veces opuestas y sin un hilo conductor claro, hablan más del poder de esa sociedad que del objeto de investigación. De esta manera, el concepto de naturaleza iguala lo animal, lo vegetal, lo inanimado y la relación de estos seres con su medio ambiente.

En el cuestionamiento de esta oposición binaria se observa la posibilidad de un ecologismo pleno y libertario. El ser humano forma parte de lo natural como un elemento de la cadena compleja, pero no es el único ser que merece existir. Las teorías sistémicas de lo biológico tienden a representar a los espacios naturales como redes interrelacionadas donde una especie influye a la otra, donde un individuo depende del otro. La extrema transformación que impulsó el ser humano dejó de lado la complejidad de esta trama y en estos momentos se presenta de una forma violenta y amenazante.

Sin embargo, allí también reside la posible liberación del hombre. El reconocimiento de un poder natural, como fundamento de los derechos de la naturaleza, proclama un reconocimiento de lo viviente con sus facultades plenas, creativas y su capacidad de regulación interna.

Un ecologismo libertario tiene que contribuir a la formación un poder de la naturaleza que incorpore y, al mismo tiempo, limite al ser humano. Se trata de una forma de repensar la existencia en el planeta, esta vez circunscrita a una cadena de sujetos vivientes inter-necesarios e iguales. Un nuevo ecologismo debe reconocer los poderes de la naturaleza e incentivar el reconocimiento de las limitaciones humanas, no su capacidad para gobernarla, ni regularla o transformarla completamente; sino su desconocimiento frente a la complejidad de las cadenas de lo viviente. Este es el aspecto crucial para dar lugar a un ecologismo crítico, que incorpore las problemáticas contemporánea de la ecología y al mismo tiempo, sostenga las bases para una antropología en vínculo con lo natural.

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