Matías Moscardi habla de un poema de Idea Vilariño
Último poema del último libro de Idea Vilariño, No (1980):
58
Inútil decir más.
Nombrar alcanza.
Sobre 58, dice Matías Moscardi:
Algunos poetas definen su voz, su estilo, desde el primer libro –Joaquín Giannuzzi es un fiel ejemplo de esto. Otros, como César Vallejo, trabajan, en cambio, la modulación de una voz singular para cada momento de su obra –aunque exista un mismo hilo conductor que hilvane los diferentes grados de heterogeneidad que un mismo autor puede alcanzar en su escritura. Habría, me parece, un tercer tipo de poetas que, finalmente, dan con el tono, que alcanzan su voz, o aterrizan en ese plano de consistencia, después de muchos libros publicados: sucede con El sicópata, de Francisco Gandolfo; o con No negociable, de Roberto Santoro. Cuando leemos en perspectiva sus obras y llagamos a estos libros, se produce el efecto, la sensación, de que han dado en la tecla después de una larga búsqueda, de que han arribado a una voz, a un procedimiento singular, sin haber partido previamente de ahí.
En el caso de Idea Vilariño, la impresión es semejante: su último libro de poemas, publicado en 1980, parece la decantación de todo lo escrito anteriormente, como un animal que se despoja de capas y capas innecesarias de piel porque entorpecían su motricidad. En algunos de sus libros previos (La suplicante, 1945; Nocturnos, 1955; Pobre mundo, 1966) encontramos encriptados, en medio de largos poemas, breves pasajes en donde reconocemos a la Idea del futuro, la última, la Idea final. En uno, escuchamos, por ejemplo: «sabían/ se sabía/ sabíamos/ cuando entonces la noche»; y más adelante: «y no se puede/ y no/ y nada nada». En otro poema extenso aparecen encastrados estos tres versos: «Toda la vida vive/ toda la noche es noche/ el mundo mundo». Como si estuviéramos ante partículas atómicas que, en un ejercicio extemporáneo, uno pudiera aislar de la estructura mayor que las contiene, y luego reubicar, así, recortadas, en su último libro, su mejor libro.
El título lo dice todo: No. La negación parece un filtro enunciativo; tiene casi el carácter de una sustracción, de un contención decisiva, una mesura, que deja del poema solo lo estrictamente necesario, a veces hasta mucho menos de lo necesario. Y así termina todo, con el poema 58: el fracaso rotundo («Inútil decir más») y a la vez cierta complacencia resignada («nombrar alcanza»). Un hexasílabo de tres palabras seguido de un pentasílabo de dos, como si el verso de abajo fuera la muestra encarnada de una reducción sonora, pero no gráfica: la cantidad de letras de los dos versos es milimétricamente la misma –catorce– pero aún así la cantidad de espacio en la página que ocupa el último es mayor debido a la extensión de las mayúsculas iniciales (la N ocupa más espacio que la I). En definitiva: «Nombrar alcanza» constituye una retracción métrica que con su rebaja amplifica, dilata, que expande a partir de esa sílaba menos, de ese resto rítmico. Al mismo tiempo, el verso final desdice al anteúltimo. ¿Cómo articular el encabalgamiento después de esa clausura, de esa abdicación enunciativa? Y sobre todo: ¿por qué no el orden inverso, el orden lógico («Nombrar alcanza./ Inútil decir más»)? Dispuestos tal como aparecen en el poema, queda acentuada la paradoja: ¿cómo decir que es inútil decir más sin decir más? «Inútil decir más» implica, ya de por sí, un exceso de inutilidad, una tachadura que el verso siguiente remarca en la misma medida que refuta: nombrar es suficiente porque no admite retórica, es el despojo primordial de la lengua y, a la vez, el punto más complejo de una poética, la tarea de contentarse con acercar, como mucho, lo que uno quiere decir a lo que efectivamente dice.
La obra de Vilariño desemboca en, y concluye con, estos versos. Como si escribir –y quizás hoy más que nunca– fuera fácil. Lo complejo, en cambio, parece ser alcanzar el talle de las palabras, su calce, su horma: la medida justa. En un mundo donde el discurso se encuentra saturado, desbordado por la letra, la dificultad con la que se enfrenta, ocasionalmente, todo poeta –la poesía misma– acaso tenga que ver con el silencio, con su imposibilidad, con su ética. Así lo escribe Vilariño: «Qué puedo decir/ ya/ que no haya dicho/ qué puedo escribir/ ya/ que no haya escrito/ qué puede decir nadie/ que no haya/ sido dicho cantado escrito/ antes./ A callar./ A callarse».
Matías Moscardi nació en Mar del Plata, en 1983. Es doctor en Letras por la UNMdP, donde trabaja como docente de la cátedra Taller de oralidad y escritura. Su tesis La máquina de hacer libritos. Poesía argentina y editoriales interdependientes en la década de los noventa, fue premiada en 2015 por el Fondo Nacional de las Artes, con un jurado constituido por Francisco Garamona, Ezequiel Alemian y Gabo Ferro. Publicó los libros de poesía: Los círculos del agua (Dársena3, 2006), Pluvia (VOX, 2007), Una, dos comadrejas (VOX, 2010), Los sapos (Sacate el Saquito, 2011), El ansia (SeS, 2012; Neutrinos, 2013), Bruma (VOX, 2012) y Los misterios del punk rock (Neutrinos, 2015). Participó de la antología 30.30. Poesía argentina del siglo XXI, publicada por la Editorial Municipal de Rosario en 2013. Compiló y prologó el volumen colectivo Las olas y el viento. Antología de poesía argentina contemporánea en Mar del Plata (Letra Sudaca, 2015). En narrativa, publicó las novelas Mediopelo (Puente Aéreo, 2013), Las Cosas (Clase Turista, 2014) y Las palabras (Puente Aéreo, 2016). Tradujo los libros Kora en el infierno, de William Carlos Williams (Barba de abejas, 2014) y El libro de las pesadillas, de Galway Kinnell (Barba de abejas, 2016). Es uno de los organizadores del Festival Independiente de Poesía, de Acá, que se lleva a cabo todos los años en la ciudad.